Cd. Juárez, Chihuahua. México .

Octubre 26 de 2016    

 
 
 
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Catón...


Sólo ésta que no Quisiera Poner: FIN…

ESTA Plaza de Almas se llama hoy “Mi Plaza de Almas”. Sucede que no la escribí yo; la escribió alguien que escribe mucho mejor que yo. Ella es María Cecilia Garza, lectora mía de Monterrey. Me envió este bellísimo mensaje: “Don Armando: Haciendo limpieza en mi escritorio me encontré un ‘Mirador’ escrito por usted. No me sorprendió encontrarlo: cuando un texto me gusta lo recorto y lo guardo. Helo aquí: ‘Si no creemos en la Resurrección estamos perdidos, condenados a la nada. Lo que nos hace ser hombres es eso que en unos se presenta con claridad de fe y en otros como vaga intuición: la idea de que no todo acaba con la muerte. Más aún: la convicción de que no hay muerte. Ignoramos qué vida hay después de ésta, pero con todas las fuerzas que da el ser rechazamos la noción de la nada, de la muerte total. Hoy que es día de la Resurrección celebremos la esperanza de nuestra propia, eterna resurrección’. Don Armando: mi madre –mi mami– acaba de fallecer. Al día siguiente de su muerte mi hermana encontró en su mesita de noche un escrito hecho por ella. Estoy segura de que lo dejó ahí con la finalidad de que lo viéramos después de su partida. Sus palabras nos llenaron de paz. Cumplía años el 4 de octubre –80 habría cumplido–, y mi padre quiso casarse con ella un 4 de octubre. Llegaron a cumplir 60 años de matrimonio. Su amor fue único, de absoluta devoción. La peor pesadilla para mi papi era estar sin su Marilu. Para nosotros mi madre no iba a morir jamás. Era un roble; columna vertebral para mí, para mis seis hermanos, para los 20 nietos y siete bisnietos que la amaron. Pero se fue. Se fueron los dos. Y de la manera más bella que pude haber imaginado. Déjeme contarle. Mi padre empezó a tener problemas con su mente. La pérdida de la memoria fue gradual, pero Marilu seguía siendo el aire que respiraba. Cuando se fue mi madre, el mal de mi papá estaba ya muy avanzado, y sus hijas nos hacíamos pasar por ella al darle la mano, al acariciarle la cabeza. Nunca supo que su amada había muerto; no se dio cuenta de que fue viudo cuatro meses. A mi mami le diagnosticaron una enfermedad terminal en abril, y en mayo murió. Cuando supo lo que le sucedía lloró. Amaba la vida; no quería dejar a mi papi, ni dejarnos a nosotros. Pero de inmediato se secó las lágrimas y dijo: “Muy bien: si me queda poco tiempo debo aprovecharlo. Procuraré ser feliz los días que me resten de vida, y trataré de darles a ustedes la mayor felicidad que pueda’. Murió en paz. Poco después, el 4 de octubre –justamente el 4 de octubre– se fue mi papi. En el momento de su muerte una de mis hermanas dijo: ‘¡Feliz aniversario, papi y mami!’. Nos abrazamos; reímos y lloramos todos juntos. Y decidimos ser, cada uno, la continuación de esa historia de amor. Permítame ahora transcribirle el texto que escribió mi mami: ‘Te suplico, Señor, que me concedas tener lucidez cuando vaya a dejar esta vida terrena. Si me diste alegría para vivir no me la quites en mi hora postrera. Deja que esté consciente para poder gozar ese dulce momento del encuentro. Morir no es una cita con la nada; no es mera destrucción, ni es solo ausencia. Es la hora en que vendrás por mí y me darás la mano para cruzar la puerta. ¡Cómo quisiera trasmitirles a los que amo la alegría que siento al llegar a tu presencia! Haz, Señor, que sepan que muero feliz, porque sé que esto no es el final, sino el comienzo de una nueva vida, más luminosa y más plena’. Lo que pidió mi mami se le ha concedido: también nosotros, como ella y como usted, creemos en la vida eterna. Gracias por recibir mi mensaje, don Armando. Usted no lo sabe, pero es mi querido amigo. Cecilia”… Ninguna palabra puedo añadir a las de mi lectora; sólo ésta que no quisiera poner: FIN…

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